Semana de Corpus: cuando Dios nos bendice

Al recibir la bendición con el Santísimo Sacramento, el Señor remueve nuestros corazones, enciende nuestras luchas y nos recuerda que toda nuestra vida está bajo su protección y su cuidado.

San Josemaría tuvo un gran amor a Jesús sacramentado durante toda su vida. Algunos textos suyos son muy alentadores: Jesús se quedó en la Eucaristía por amor..., por ti. —Se quedó, sabiendo cómo le recibirían los hombres... y cómo lo recibes tú. —Se quedó, para que le comas, para que le visites y le cuentes tus cosas y, tratándolo en la oración junto al Sagrario y en la recepción del Sacramento, te enamores más cada día, y hagas que otras almas —¡muchas!— sigan igual camino [1].

Aunque hay vocaciones específicas dentro de la Iglesia que se dedican a la adoración continua del Señor en la Eucaristía, Jesucristo llama a la mayoría de los cristianos a buscar la santidad en medio del mundo, extendiendo el sacrificio de la Misa en nuestro trabajo, en nuestra vida familiar y en nuestra vida ordinaria. La principal bendición, la principal adoración eucarística, es la Santa Misa, el «centro y la raíz de nuestra vida cristiana».

El Señor nos llama a buscar la santidad en medio del mundo, extendiendo el sacrificio de la Misa en nuestro trabajo, en nuestra vida familiar y en nuestra vida ordinaria

Pero por nuestra limitación personal no nos parece suficiente, por lo que la imaginación humana ha buscado modos de extender lo celebrado en la Santa Misa: la reserva del Señor en el Sagrario, las visitas frecuentes y la oración delante del Tabernáculo, etc., son los modos ordinarios de buscar esa presencia y esa compañía del Señor Sacramentado.

Y como complemento, aparecen también las Procesiones del Corpus Christi, las Bendiciones con el Santísimo y las Adoraciones Eucarísticas, en las cuales unimos la oración de nuestro interior con la de nuestro cuerpo, ofreciendo, como ese incienso que sube al Señor, nuestra vida ordinaria y nuestro trabajo, uniéndolos con lo que ya hemos ofrecido en la Misa.

Es preciso adorar al Dios escondido

Nos arrodillamos delante del Señor Sacramentado y cantamos himnos confesando nuestra fe: «¡Qué bien se explica ahora el clamor incesante de los cristianos, en todos los tiempos, ante la Hostia santa! Canta, lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa, que el Rey de todas las gentes, nacido de una Madre fecunda, derramó para rescatar el mundo. Es preciso adorar devotamente a este Dios escondido: es el mismo Jesucristo que nació de María Virgen; el mismo que padeció, que fue inmolado en la Cruz; el mismo de cuyo costado traspasado manó agua y sangre»[2].

En la Bendición con el Santísimo hay espacio para nuestro diálogo personal con el Señor: leemos algún pasaje de su vida, pedimos perdón por nuestra falta de correspondencia a través de esas Alabanzas de desagravio, guardamos algunos momentos de silencio en los que nuestro corazón puede expresarle todo nuestro amor, adelantando lo que experimentaremos en el Cielo: «Cuando contemplamos la Hostia Santa, su cuerpo glorioso transfigurado y resucitado, contemplamos lo que contemplaremos en la eternidad, descubriendo el mundo entero llevado por su Creador cada segundo de su historia»[3].

El Espíritu Santo nos ayuda a disponer nuestro corazón, a través de esas canciones y esos ritos, con esas alabanzas y esos gestos de adoración. Cuando el sacerdote toma en sus manos al Señor y bendice al pueblo, es el mismo Cristo el que nos está dando su bendición: sobre nuestras acciones, nuestros trabajos, nuestras alegrías, nuestras dificultades, nuestro apostolado. "La expresión más hermosa para describir la tarea de un sacerdote es 'el hombre que bendice'. Puede bendecir desde el Señor"[4].

Cuando recibimos esa bendición el Señor remueve nuestros corazones, enciende nuestras luchas y nos recuerda que toda nuestra vida está bajo su protección y su cuidado, es decir, es algo santo, consagrado a él. «La gran bendición de Dios es Jesucristo, es el gran don de Dios, su Hijo. Es una bendición para toda la humanidad, es una bendición que nos ha salvado a todos. Él es la Palabra eterna con la que el Padre nos ha bendecido “siendo nosotros todavía pecadores” (Rm 5,8) dice san Pablo: Palabra hecha carne y ofrecida por nosotros en la cruz»[5]: con su cuerpo sacramentado nos bendice, y así transforma nuestro cuerpo y nuestra vida en algo muy valioso a sus ojos, digno de ofrecerse al Señor.

La bendición Del Señor remueve nuestros corazones, enciende nuestras luchas y nos recuerda que toda nuestra vida está bajo su protección y su cuidado

La bendición que recibimos también nos deja una tarea. La Bendición con el Santísimo se conforma como un envío y una misión, que confirma y extiende el envío y la misión que se nos confía en la Santa Misa. El Señor deposita en nuestras manos un gran tesoro, y nos manda a repartirlo a todos los que nos rodean; en cierto modo podemos decir que Jesús consagra nuestros cuerpos y nuestros trabajos, nos colma de sus dones y de sus gracias. Y nos toca llevar ese regalo a muchas otras personas.

«Ante la bendición de Dios, también nosotros respondemos bendiciendo. (…) No podemos solo bendecir a este Dios que nos bendice, debemos bendecir todo en Él, toda la gente, bendecir a Dios y bendecir a los hermanos, bendecir el mundo: esta es la raíz de la mansedumbre cristiana, la capacidad de sentirse bendecidos y la capacidad de bendecir»[6].


[1] Forja, 887

[2] Es Cristo que pasa, n. 84

[3] Benedicto XVI, Procesión eucarística en La Prairie, 14.09.2008

[4] Homilía ordenación sacerdotal 22 de mayo 2021, Mons. Gänswein

[5] Francisco, Audiencia 02.12.2020

[6] Francisco, Audiencia 02.12.2020