Día de la Amistad: dos historias muestran cómo Dios conquista corazones a través de ella

“La amistad no es una relación fugaz o pasajera, sino estable, firme, fiel, que madura con el paso del tiempo” dice el Papa Francisco. De eso son testigos Lucía y Óscar. La perseverancia y el testimonio de ella hicieron que una de sus mejores amigas, que era atea, se convirtiera. Y el ejemplo y buen consejo de un amigo lo llevó a él a reencontrarse con Dios y decidir casarse tras 15 años de noviazgo.

El 30 de julio se conmemora el Día Internacional de la Amistad, impulsado por UNESCO y la ONU para resaltar el valor de los vínculos y cultivar una cultura de paz.

Y es que el valor de una buena amistad es incuestionable. Como decía san Josemaría: “Para que este mundo nuestro vaya por un cauce cristiano –el único que merece la pena–, hemos de vivir una leal amistad con los hombres, basada en una previa leal amistad con Dios” (Forja 943).

Óscar Migueles, chileno de 46 años, y Lucía, española de 33 años, comparten sus historias.

“Uno cuando está en algo bueno siempre va a convidar a gente que quiere”

En mi juventud me concentré en lo típico que la gente hace: en los estudios y el deporte. Ingresé a la universidad, estudié kinesiología en la Universidad Católica del Maule y conocí a Rodrigo, que era bastante distinto a mí: yo muy inquieto, impulsivo, y él muy tranquilo, reflexivo, por lo que siempre he valorado mucho sus consejos. Terminamos la carrera y nos encontramos nuevamente en el campo laboral. Hoy los dos hacemos clases en la Universidad de los Andes y yo trabajo también en la Clínica de esa universidad.

Un día Rodrigo me invitó a participar en unas reuniones de formación cristiana que se llaman círculos. Yo había dejado muy de lado la parte espiritual, me sentía desnutrido en esa área, lo que no me pasaba en lo laboral, en la parte académica o en el deporte. Así que acepté.

Bueno, al asistir a esas reuniones hubo un día en que se habló que no todo está en las manos del hombre. Podemos empeñarnos en tener el control, pero hay una brecha que no podemos manejar y sufrimos. Y ahí entra Dios, que nos da la gracia para enfrentar las dificultades y solo nos pide confiar. Yo llevaba 15 años de novio y no me casaba, y esto nos ayudó mucho a tomar la decisión junto a mi novia. Nos hizo pensar que efectivamente si uno espera que todo esté controlado jamás se va a comprometer a algo. Fue una reflexión muy sencilla, pero nos hizo un sentido mayor y decidimos casarnos.

Óscar Migueles (izq) junto a Rodrigo (der)

Esta amistad con Rodrigo y la participación en esos círculos, me hicieron notar que efectivamente en cada cosa que nosotros hacemos hay un acto de fe, en todo, desde lo cotidiano, desde lo que uno dice. Cuando uno es más humilde y comprende que no todo lo tiene controlado, se hace todo más maravilloso al final. Es todo más noble.

Pasó el tiempo y yo estaba en deuda con algunos sacramentos, entre ellos la Confirmación. Salió un boletín aquí en la universidad que decía algo así como “si usted quiere recibir algún sacramento, bautismo, primera comunión o confirmación llame a la Capellanía”. Y me acordé de mí... Llamé a la Capellanía y me dijeron que sí, que podía hacer mi confirmación con ellos, no era tan solo para los alumnos. Llamé a Rodrigo y le pedí que fuera mi padrino. Él me empezó a enseñar el catecismo, me formó para recibir este sacramento y finalmente hice mi Confirmación.

Recuerdo que una vez Rodrigo para invitarme al círculo, me dijo: “uno cuando está en algo bueno siempre va a convidar a gente que quiere”. Desde entonces han pasado como nueve años y cuando no voy por algún motivo a estas reuniones, siento que me hacen falta. Me han hecho, por así decirlo, sosegarme, ser más tranquilo y tener una visión un poquito más bondadosa. Así que, bueno, para mí ha sido tremendamente importante la amistad, porque no tan solo ha sido una amistad de juntarse en cosas común y corrientes, sino que me ha desarrollado en este tema espiritual, que lo había dejado mucho tiempo de lado. Me ha ayudado a tomar decisiones muy bonitas y tengo una familia grande, con varios hijos y estoy realmente contento.


Lucía: Una amiga atea

A Marta la conocí en Dublín cuando tenía 22 años. Ella estaba haciendo un intercambio de Erasmus junto a una de mis amigas del colegio y yo había ido a trabajar a la misma ciudad. En ese tiempo yo tenía un coche de la empresa donde trabajaba y a los chicos de Erasmus les ofrecía llevarlos a misa los domingos. Y Marta, con quien ya había entablado una amistad, me decía entre bromas: “nunca lo conseguirás”. Marta era atea. “Al final te convertiré; Dios siempre acaba conquistando a las personas buenas”, le respondía, riendo también. Con el tiempo nos hicimos mejores amigas, nos llevábamos súper bien. Ella era la primera persona atea que conocía y eso me llamaba muchísimo la atención, no me lo podía creer. “Te tienes que aferrar a algo. No puedes vivir una vida plena sin aferrarte a nada que te apoye”, le decía.

Pasaron los años, nos fuimos de Dublín, me casé, tuve un hijo y luego perdí a un bebé a los tres meses de embarazo. En ese tiempo vivía en Estados Unidos y los doctores me dijeron que no podría tener más hijos. Fue súper doloroso e invasivo, porque tuve que someterme a varias intervenciones quirúrgicas en plena pandemia de Covid-19. Entonces me compré una medalla de la Virgen Milagrosa. Le recé con muchísima fe y la llevaba puesta siempre. Hasta que un día supe que estaba embarazada de nuevo. Para mí fue un milagro: mi hijo nació sano. Y no fue el único, porque al pasar los años me quedé embarazada nuevamente.

Un día me enteré que una de mis amigas tenía cáncer de útero. Fue súper fuerte porque al mismo tiempo otra amiga del mismo grupo estaba con leucemia. Lamentablemente la primera falleció, lo que fue un duro golpe para todas. Y unos años después a Marta, que estaba recién casada, le diagnosticaron el mismo cáncer. Afligida decidí comprarle la misma medalla de la Virgen Milagrosa que tengo y le dije: “Ya sabes que me ha ayudado un montón, sé que no te gusta nada católico ni amuletos, pero…”. Ella se puso a llorar y se la colgó en el cuello.

Imagen referencial de la Medalla Milagrosa (panem.cl)

“No te vas a creer donde estoy”, me escribió Marta un día. Había ido a misa. Luego comenzó a acompañar a su abuela a la Iglesia los domingos. Además, hizo una peregrinación junto a su marido para pedir su curación. Y así fue, un año después de que le diera la medalla, después de quimios y tratamiento, ya estaba curada.

Para mí todo esto fue muy emotivo, me hizo mucha ilusión porque al final, después de 10 años intentando llevar a Marta a misa, ella nunca había dado un paso a nada de eso, solo creo que entró por primera vez a una iglesia el día de mi boda, porque se lo pedí yo. Y aún así nunca dejé de hablarle de Dios, era mi apostolado, porque era parte importante de mi vida. Yo conocí la religión católica en mi familia, en la educación que recibí en un colegio con formación del Opus Dei, en mi círculo de cooperadoras. Y finalmente, puedo decir que todo este testimonio valió la pena.

* Esta historia es real, pero los nombres fueron cambiados por la petición de reserva de su protagonista.