Nuevos Mediterráneos (I): «Aquella primera oración de hijo de Dios»

El sentido de la filiación divina lo cambia todo, como cambió la vida de san Josemaría cuando descubrió inesperadamente ese Mediterráneo.

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«Son momentos, hijas e hijos míos, para adentrarnos más y más por «caminos de contemplación» en medio del mundo»[1]. Con estas palabras señala el prelado del Opus Dei una de las prioridades del momento actual. El apostolado de los cristianos es, hoy como siempre, «una superabundancia de nuestra vida interior»[2]. Por una parte, porque consiste en comunicar precisamente esa Vida; por otra, porque para proponer la fe al mundo es necesario comprenderla y vivirla en profundidad. Se trata, en definitiva, como nos indicó san Josemaría, de «ahondar en la hondura del Amor de Dios, para poder así, con la palabra y con las obras, mostrarlo a los hombres»[3].

No basta ser hijos de Dios, sino que hemos de sabernos hijos de Dios, de modo tal que nuestra vida adquiera ese sentido

Este camino hacia adentro tiene una peculiaridad. No transita de un lugar conocido a otro desconocido: consiste más bien en ahondar en lo que ya se conoce, en lo que parece obvio, de tan oído. Se descubre entonces algo que, en realidad, se sabía, pero que ahora se percibe con una fuerza y una profundidad nueva. San Josemaría se refiere a esa experiencia hablando de distintos «Mediterráneos» que se fueron abriendo ante sus ojos de manera inesperada. Así lo expone, por ejemplo, en Forja:

«En la vida interior, como en el amor humano, es preciso ser perseverante. Sí, has de meditar muchas veces los mismos argumentos, insistiendo hasta descubrir un nuevo Mediterráneo.

»–¿Y cómo no habré visto antes esto así de claro?, te preguntarás sorprendido. –Sencillamente, porque a veces somos como las piedras, que dejan resbalar el agua, sin absorber ni una gota.

»–Por eso, es necesario volver a discurrir sobre lo mismo, ¡que no es lo mismo!, para empaparnos de las bendiciones de Dios»[4].

«Discurrir sobre lo mismo» para intentar abrirnos a toda su riqueza y descubrir así «¡que no es lo mismo!» Ese es el camino de contemplación al que estamos llamados. Se trata de surcar un mar que, a primera vista, no tiene nada de nuevo, porque ya forma parte de nuestro paisaje cotidiano. Los romanos llamaban al Mediterráneo Mare nostrum: se trataba del mar conocido, del mar con el que convivían. San Josemaría habla de descubrir Mediterráneos porque, en cuanto nos adentramos en los mares que creemos conocer bien, se abren ante nuestros ojos horizontes amplios, insospechados. Podemos decir entonces al Señor, con palabras de santa Catalina de Siena: «eres como un mar profundo, en el que cuanto más busco más encuentro, y cuanto más encuentro más te busco»[5].

Estos descubrimientos responden a luces que Dios da cuando y como quiere. Con todo, nuestra consideración pausada nos pone en disposición de recibir esas luces del Señor. «Y como aquél que primero estaba en las tinieblas y después ve de pronto el sol que le ilumina la cara, y distingue claramente lo que hasta entonces no veía, del mismo modo el que recibe el Espíritu Santo queda con el alma iluminada»[6]. En los siguientes editoriales repasaremos algunos de estos Mediterráneos que san Josemaría descubrió en su vida interior, para ahondar con él «en la hondura del Amor de Dios».

Abba Pater!

Una de las convicciones más arraigadas en los primeros cristianos era que podían dirigirse a Dios como hijos amados. Jesús mismo les había enseñado: «Vosotros orad así: Padre nuestro que estás en el cielo…» (Mt 6,9). Él se había presentado ante los judíos como el Hijo amado del Padre, y había enseñado a sus discípulos a comportarse de igual modo. Los apóstoles le habían oído dirigirse a Dios con el término que usaban los niños hebreos para dirigirse a sus padres. Y, al recibir el Espíritu Santo, ellos mismos habían comenzado a usar esa fórmula. Se trataba de algo radicalmente nuevo, respecto a la piedad de Israel, pero San Pablo lo referiría como algo común y conocido por todos: «recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abbá, Padre!”. Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rm 8,15-16). Era una convicción que les llenaba de confianza y les daba una audacia insospechada: «si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo» (Rm 8,17). Jesús no es solo el Unigénito del Padre, sino también el Primogénito de muchos hermanos (cfr. Rm 8,29; Col 1,15). La Vida nueva, traída por Cristo, se presentaba ante los ojos de aquellos primeros creyentes como una vida de hijos amados de Dios. No era esta una verdad teórica o abstracta, sino algo real que les llenaba de una desbordante alegría. Buena muestra de ello es el grito que se le escapa al apóstol san Juan en su primera carta: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1).

La paternidad de Dios, su amor singularísimo y tierno por cada uno, es algo que los cristianos aprendemos desde pequeños. Y, sin embargo, estamos llamados a descubrirlo de un modo personal y vivo, que llegue a transformar nuestra relación con Dios. Al hacerlo, se abre ante nuestros ojos un Mediterráneo de paz y confianza, un horizonte inmenso en el que podremos ahondar a lo largo de toda la vida. Para san Josemaría, fue un hallazgo inesperado, la repentina apertura de un panorama que se encontraba en realidad como escondido en algo que conocía bien. Era el otoño de 1931; lo recordaba muchos años después: «Os podría decir hasta cuándo, hasta el momento, hasta dónde fue aquella primera oración de hijo de Dios. Aprendí a llamar Padre, en el Padrenuestro, desde niño; pero sentir, ver, admirar ese querer de Dios de que seamos hijos suyos…, en la calle y en un tranvía –una hora, hora y media, no lo sé–; Abba, Pater!, tenía que gritar»[7].

San Josemaría habla de descubrir «Mediterráneos» porque, en cuanto nos adentramos en los mares que creemos conocer bien, se abren ante nuestros ojos horizontes amplios, insospechados

En los meses siguientes, san Josemaría volvió repetidamente sobre este punto. En el retiro que hizo un año más tarde, por ejemplo, apuntaba: «Día primero. Dios es mi Padre. –Y no salgo de esta consideración»[8]. ¡El día entero considerando la Paternidad de Dios! Aunque de entrada una contemplación tan dilatada en el tiempo pueda sorprendernos, de hecho señala la profundidad con la que caló en él la experiencia de la filiación divina. También nuestra primera actitud, en la oración y, en general, al dirigirnos a Dios, debe cifrarse en un confiado abandono y agradecimiento. Pero, para que nuestro trato con Dios adquiera esta forma, conviene descubrir personalmente, una vez más, que Él ha querido ser Padre nuestro.

¿Quién es Dios para mí?

Como san Josemaría, tal vez aprendimos siendo muy pequeños que Dios es Padre, pero quizá nos queda un buen trecho de camino para vivir nuestra condición de hijos en toda su radicalidad. ¿Cómo podemos facilitar ese descubrimiento?

En primer lugar, para descubrir la paternidad de Dios, es necesario muchas veces restaurar su auténtica imagen. ¿Quién es Él para mí? De modo consciente o inconsciente, hay quien piensa en Dios como Alguien que impone leyes y anuncia castigos para quienes no las cumplan; Alguien que espera que se acate su voluntad y se enfurece ante la desobediencia; en una palabra, un Amo del que nosotros no seríamos más que involuntarios súbditos. En otros casos –sucede también a algunos cristianos–, Dios es percibido fundamentalmente como el motivo por el que hay que portarse bien. Se piensa en Él como la razón por la que cada uno se mueve hacia donde realmente no quiere, pero debe ir. Sin embargo, Dios «no es un Dominador tiránico, ni un Juez rígido e implacable: es nuestro Padre. Nos habla de nuestros pecados, de nuestros errores, de nuestra falta de generosidad: pero es para librarnos de ellos, para prometernos su Amistad y su Amor»[9].

La dificultad para percibir que «Dios es Amor» (1 Jn 4,8) se debe a veces también a la crisis que atraviesa la paternidad en diversos países. Tal vez lo hemos comprobado al hablar con amigos o compañeros: su padre no les genera buenos recuerdos, y un Dios que es Padre no les parece particularmente atractivo. Al proponerles la fe, es bueno ayudarles a ver cómo su dolor por esa carencia muestra hasta qué punto llevan la paternidad inscrita en el corazón: una paternidad que les precede y que les llama. Por otra parte, un amigo, un sacerdote, pueden ayudarles con su cercanía a descubrir el amor del «Padre de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra» (Ef 3,14), y a experimentar esa ternura también en la «vocación de custodiar»[10] que palpita dentro de cada uno, y que se abre camino en el padre o la madre que ellos mismos ya son, o que quisieran ser un día. Así pueden ir descubriendo en el fondo de su alma el auténtico rostro de Dios y la manera en que sus hijos estamos llamados a vivir, sabiéndonos mirados por Él con infinito cariño. En efecto, un padre no quiere a su hijo por lo que hace, por sus resultados, sino sencillamente porque es su hijo. Al mismo tiempo, le lanza al mundo y procura sacar lo mejor de él, pero siempre partiendo de lo mucho que vale a sus ojos.

Un padre no quiere a su hijo por lo que hace, por sus resultados, sino sencillamente porque es su hijo

Puede servirnos considerarlo, en particular, en los momentos de fracaso, o cuando la distancia entre nuestra vida y los modelos que nos presenta el mundo en que vivimos nos lleven a tener una baja consideración de nosotros mismos. Quizá deberíamos recordar más a menudo que «esta es nuestra “estatura”, esta es nuestra identidad espiritual: somos los hijos amados de Dios, siempre (…). No aceptarse, vivir descontentos y pensar en negativo significa no reconocer nuestra identidad más auténtica: es como darse la vuelta cuando Dios quiere fijar sus ojos en mí; significa querer impedir que se cumpla su sueño en mí. Dios nos ama tal como somos, y no hay pecado, defecto o error que lo haga cambiar de idea»[11].

Darnos cuenta de que Dios es Padre va de la mano con dejarnos mirar por Él como hijos muy amados. De este modo, comprendemos que nuestra valía no depende de lo que tengamos –nuestros talentos– o de lo que hagamos –nuestros éxitos–, sino del Amor que nos ha creado, que ha soñado con nosotros y nos ha afirmado «antes de la fundación del mundo» (Ef 1,4). Ante la fría idea de Dios que se hace a veces el mundo contemporáneo, Benedicto XVI quiso recordar desde el inicio de su pontificado que «no somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario»[12]. ¿De verdad incide esta idea en nuestra vida diaria?

La confiada esperanza de los hijos de Dios

San Josemaría recordaba con frecuencia a los fieles del Opus Dei que «el fundamento de nuestra vida espiritual es el sentido de nuestra filiación divina»[13]. Lo comparaba al «hilo que une las perlas de un gran collar maravilloso. La filiación divina es el hilo, y ahí se van engarzando todas las virtudes, porque son virtudes de hijo de Dios»[14]. Por eso es crucial pedir a Dios que nos abra este Mediterráneo, que sostiene y da forma a toda nuestra vida espiritual.

El hilo de la filiación divina se traduce en «una actitud cotidiana de abandono esperanzado»[15], una actitud que es propia de los hijos, especialmente cuando son pequeños. Por eso en la vida y en los escritos de san Josemaría, la filiación divina iba a menudo unida a la infancia espiritual. Ciertamente, ¿qué le importan las sucesivas caídas al niño que está aprendiendo a ir en bicicleta? No valen nada, mientras vea a su padre cerca, animándole a volver a intentarlo. En eso consiste su abandono esperanzado: «Papá dice que puedo… ¡vamos!».

Sabernos hijos de Dios es también la seguridad sobre la que apoyarnos para llevar a cabo la misión que el Señor nos ha confiado. Nos sentiremos como aquel hijo a quien su padre dice: «Hijo mío, vete hoy a trabajar en la viña» (Mt 21,28). Tal vez nos asaltará primero la inseguridad, o mil ocurrencias de diverso tipo. Pero enseguida consideraremos que es nuestro Padre quien nos lo pide, demostrándonos una confianza inmensa. Como Cristo, aprenderemos a abandonarnos en las manos del Padre y a decirle desde el fondo de nuestra alma: «Que no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mc 14,36). San Josemaría nos enseñó con su vida a comportarnos de este modo, a imagen de Cristo: «A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres»[16].

Desde luego, no podemos negar que habrá dificultades. Pero las encararemos desde la conciencia de que, pase lo que pase, ese Padre todopoderoso nos acompaña, está a nuestro lado y vela por nosotros. Él hará lo que nos proponemos, porque a fin de cuentas es obra suya; lo hará quizá de un modo distinto, pero más fecundo. «Cuando te abandones de verdad en el Señor, aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas –a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos– no salen a tu gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan»[17].

Cultivar el «sentido de la filiación divina»

San Josemaría, es preciso conviene notarlo, no señalaba como fundamento del espíritu del Opus Dei la filiación divina, sino el sentido de la filiación divina. No basta ser hijos de Dios, sino que hemos de sabernos hijos de Dios, de modo tal que nuestra vida adquiera ese sentido. Tener esa seguridad en el corazón es el fundamento más sólido; la verdad de nuestra filiación divina se convierte entonces en algo operativo, con repercusiones concretas en nuestra vida.

Para cultivar tal sentido, es bueno ahondar en esa realidad con la cabeza y con el corazón. Con la cabeza, primero, meditando en la oración los pasajes de la Escritura que hablan de la paternidad de Dios, de nuestra filiación, de la vida de los hijos de Dios. Esta meditación puede recibir luz de los muchos textos de san Josemaría sobre nuestra condición de hijos de Dios[18], o de las reflexiones de otros santos y escritores cristianos[19].

No hay derrota para quien desea acoger cada día el Amor de Dios. Incluso el pecado puede convertirse en ocasión de recordar nuestra identidad de hijos

Con el corazón podemos ahondar en nuestra condición de hijos de Dios acudiendo al Padre confiadamente, abandonándonos en su Amor, actualizando con o sin palabras nuestra actitud filial, y procurando tener siempre presente el Amor que Él nos tiene. Un modo de hacerlo es acudir a Él con breves invocaciones o jaculatorias. San Josemaría sugería: «Llámale Padre muchas veces al día, y dile –a solas, en tu corazón– que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo»[20]. También podemos acudir a alguna breve oración que nos ayude a afrontar la jornada desde la seguridad de sentirnos hijos de Dios, o a terminarla, con agradecimiento, contrición y esperanza. El papa Francisco proponía esta a los jóvenes: «“Señor, te doy gracias porque me amas; estoy seguro de que me amas; haz que me enamore de mi vida”. No de mis defectos, que hay que corregir, sino de la vida, que es un gran regalo: es el tiempo para amar y ser amado»[21].

Volver a la casa del Padre

Se ha descrito la familia como «el lugar al que se vuelve», donde hallamos reparo y descanso. Lo es de modo particular en cuanto «santuario del amor y de la vida»[22], como le gustaba decir a san Juan Pablo II. Allí reencontramos el Amor que da sentido y valía a nuestra vida, porque está en su mismo origen.

De igual modo, sentirnos hijos de Dios nos permite volver a Él confiadamente cuando estamos cansados, cuando nos han tratado mal o nos sentimos heridos… o también cuando le hemos ofendido. Volver al Padre es otro modo de vivir en esa actitud de «abandono esperanzado». Conviene meditar a menudo la parábola del padre que tenía dos hijos, recogida por san Lucas (Cfr. Lc 15,11-32): «Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos»[23].

Aquel hijo quizá apenas pensó en el dolor que había causado a su Padre: sobre todo añoraba el buen trato que recibía en la casa paterna (cfr. Lc 15,17-19). Se dirige hacia allá con la idea de no ser más que un siervo entre otros. Sin embargo, su padre le recibe –¡sale a buscarle, se le echa al cuello y le llena de besos!– recordándole su identidad más profunda: es su hijo. Enseguida dispone que le devuelvan los vestidos, las sandalias, el anillo… las señales de esa filiación que ni siquiera su mal comportamiento podía borrar. «A fin de cuentas se trataba del propio hijo y tal relación no podía ser alienada, ni destruida por ningún comportamiento»[24].

Aunque a veces podamos ver a Dios como un Amo del que somos siervos, o como un frío Juez, Él se mantiene fiel a su Amor de Padre. La posibilidad de acercarnos a Él después de haber caído es siempre una ocasión magnífica para descubrirlo. Al mismo tiempo, eso nos revela nuestra propia identidad. No se trata solamente de que Él haya decidido amarnos, porque sí, sino de que verdaderamente somos –por gracia– hijos de Dios. Somos hijos de Dios y nada, ni nadie, podrá robarnos jamás esa dignidad. Ni siquiera nosotros mismos. Por eso, ante la realidad de nuestra debilidad y del pecado –consciente y voluntario– no dejemos que nos invada la desesperanza. Como señalaba san Josemaría, «esta conclusión no es la última palabra. La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina»[25].

Ocupados en amar

El sentido de la filiación divina lo cambia todo, como cambió la vida de san Josemaría cuando descubrió inesperadamente ese Mediterráneo. ¡Qué distinta es la vida interior cuando, en lugar de basarla en nuestros avances o en nuestros propósitos de mejora, la centramos en el Amor que nos precede y nos espera! Si uno da prioridad a lo que él mismo hace, su vida espiritual gira casi exclusivamente en torno a la mejora personal. A la larga, este modo de vivir no solo corre el riesgo de dejarse el amor de Dios olvidado en una esquina del alma, sino también de caer en el desánimo, porque se trata de una lucha en la que uno está solo ante el fracaso.

Cuando, en cambio, nos centramos en lo que Dios hace, en dejarnos amar cada día por Él, acogiendo diariamente su Salvación, la lucha adquiere otro temple. Si salimos vencedores, se abrirán paso con gran naturalidad el agradecimiento y la alabanza; si caemos derrotados, nuestro trato con Dios consistirá en volver confiadamente al Padre, pidiendo perdón y dejándonos abrazar por Él. Se entiende así que «la filiación divina no es una virtud particular, que tenga sus propios actos, sino la condición permanente del sujeto de las virtudes. Por eso no se obra como hijo de Dios con unas acciones determinadas: toda nuestra actividad, el ejercicio de nuestras virtudes, puede y debe ser ejercicio de la filiación divina»[26].

No hay derrota para quien desea acoger cada día el Amor de Dios. Incluso el pecado puede convertirse en ocasión de recordar nuestra identidad de hijos y de volver al Padre, que insiste en salir a nuestro encuentro clamando: «¡Hijo, hijo mío!». De esa misma conciencia nacerá –como nacía en san Josemaría– la fuerza que necesitamos para volver a caminar en pos del Señor: «Sé que vosotros y yo, decididamente, con el resplandor y la ayuda de la gracia, veremos qué cosas hay que quemar, y las quemaremos; qué cosas hay que arrancar, y las arrancaremos; qué cosas hay que entregar, y las entregaremos»[27]. Pero lo haremos sin agobio, y sin desánimo, procurando no confundir el ideal de la vida cristiana con el perfeccionismo[28]. Viviremos, así, pendientes del Amor que Dios nos tiene, ocupados en amar. Seremos como hijos pequeños que han descubierto un poco el amor de su Padre, y quieren agradecérselo de mil modos y corresponder con todo el amor –poco o mucho– que son capaces de expresar.

Lucas Buch


[1] F. Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 30.

[2] Ibidem. Cfr. San Josemaría, Camino, n. 961; Amigos de Dios, n. 239.

[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 97.

[4] San Josemaría, Forja, n. 540.

[5] Santa Catalina de Siena, Diálogo, c. 167.

[6] San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 16, 16.

[7] San Josemaría, Meditación del 24-XII-1969 (en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. 1, Rialp, Madrid 1997, p. 390).

[8] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 1637 (en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. 1, p. 465).

[9] Es Cristo que pasa, n. 64.

[10] Francisco, Homilía en la Misa de inicio del pontificado, 19-III-2013.

[11] Francisco, Homilía, 31-VII-2016.

[12] Benedicto XVI, Homilía en la Misa de inicio del pontificado, 24-IV-2005.

[13] San Josemaría, Carta 25-I-1961, n. 54 (en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 2, Rialp, Madrid 2013, p. 20, nota 3).

[14] San Josemaría, Apuntes de la predicación, 6-VII-1974, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 2, p. 108.

[15] F. Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 8.

[16] Amigos de Dios, n. 143.

[17] San Josemaría, Surco, n. 860.

[18] Cfr. p.ej. F. Ocáriz, “Filiación divina” en Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo, Burgos 2013, pp. 519-526.

[19] El año jubilar de la Misericordia ha permitido redescubrir a algunos de ellos. Cfr. Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, Misericordiosos como el Padre. Subsidios para el Jubileo de la Misericordia 2015-2016.

[20] Amigos de Dios, n. 150.

[21] Francisco, Homilía, 31-VII-2016.

[22] San Juan Pablo II, Homilía, 4-V-2003.

[23] Es Cristo que pasa, n. 64.

[24] San Juan Pablo II, Enc. Dives in Misericordia (30-XI-1980), n. 5.

[25] Es Cristo que pasa, n. 66.

[26] F. Ocáriz – I. de Celaya, Vivir como hijos de Dios, Eunsa, Pamplona 1993, p. 54.

[27] Es Cristo que pasa, n. 66.

[28] Cfr. F. Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 8.