El tiempo de una presencia (VII): Las Fiestas del Señor durante el tiempo ordinario (I)

En este primer editorial dedicado a las fiestas del Señor que la Iglesia nos presenta a lo largo del Tiempo Ordinario, recogemos algunas consideraciones de cuatro de ellas: La Presentación, la Anunciación del Señor, la Santísima Trinidad y el Corpus Christi.

La Presentación del Señor en el TemploLa Anunciación del SeñorLa Santísima TrinidadEl Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo


«Como ahora yo, que he venido a vosotros en nombre del Señor, os he encontrado en vela en su nombre, así el mismo Señor, en cuyo honor celebramos esta solemnidad, encontrará a su Iglesia velando en la luz del alma, cuando venga a despertarla»[1]. Velar en la luz del alma: estas palabras de San Agustín, pronunciadas durante una Vigilia pascual, compendian bien el sentido de las grandes solemnidades y fiestas del Señor que jalonan las semanas del Tiempo ordinario, desplegando a lo largo de todo el año el misterio de salvación que brota de la Cruz y que, desde el Sepulcro vacío, renueva la faz de la tierra.

«El único y mismo centro de la liturgia y de la vida cristiana -el misterio pascual-, en las diversas solemnidades y fiestas asume “formas” específicas, con nuevos significados y con dones particulares de gracia»[2]. Son comunes a todas las tradiciones litúrgicas las fiestas de la Transfiguración y de la Exaltación de la Santa Cruz, mientras que son propias de la Iglesia romana las solemnidades de la Santísima Trinidad, del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, del Sagrado Corazón de Jesús y de Cristo, Rey del Universo.

Por último, se celebran también dentro del transcurso del Tiempo Ordinario o de la Cuaresma dos fiestas del Señor profundamente vinculadas con la vida de María: la Presentación del Señor en el Templo y la solemnidad de la Anunciación del Señor. Por su tenor teológico, ambas pertenecen en realidad al ciclo de la Manifestación o Tiempo de Navidad, pero su lugar en el calendario se debe al modo en el que, por complejos caminos, se ha acabado fijando su fecha

En este primer editorial dedicado a las fiestas del Señor que la Iglesia nos presenta a lo largo del Tiempo Ordinario, recogemos algunas consideraciones de cuatro de ellas: La Presentación y la Anunciación del Señor, la Santísima Trinidad y el Corpus Christi.

La Presentación del Señor en el Templo

El Esperado por todos los hombres entra inerme, sobre el regazo de su Madre, en la casa de su Padre.

La ley mosaica prescribía que todo primogénito de Israel debía ser consagrado a Dios cuarenta días después de nacer y ser rescatado con una suma depositada en el tesoro del Templo, en recuerdo de su preservación la noche de la primera Pascua, durante la salida de Egipto.

El Evangelio según san Lucas recoge así esta presentación de Jesús en el Templo: «cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor”»[3] San José y la Virgen entran en el templo, desapercibidos entre la muchedumbre: el Esperado por todos los hombres entra inerme, sobre el regazo de su Madre, en la casa de su Padre.

La liturgia de este día nos despierta, con el salmo responsorial, para que adoremos, en el seno de esa familia discreta, al Rey de la Gloria. «Attollite, portae, capita vestra, et elevamini, portae aeternales, et introibit rex gloriae: ¡Puertas, alzad los dinteles! ¡Elevaos, Puertas eternas!, que va entrar el Rey de la Gloria»[4]

La Iglesia de Jerusalén comenzó a conmemorar anualmente este misterio en el siglo IV. La fiesta se celebraba el 14 de febrero, cuarenta días después de Epifanía, porque la liturgia de Jerusalén no había adoptado aún la costumbre romana de celebrar la Navidad el 25 de diciembre. Por eso, cuando este uso fue común en todo el orbe cristiano, la fiesta de la presentación se trasladó al día 2 de febrero y se extendió así muy pronto por todo el Oriente.

En Bizancio, la introdujo el emperador Justiniano I en el siglo VI, bajo la advocación de Hypapante o el encuentro de Jesús con el anciano Simeón, figura de los justos de Israel, que pacientemente habían esperado largo tiempo el cumplimiento de las promesas mesiánicas.

Durante el siglo VII, la celebración arraigó también en Occidente. El nombre popular de candelaria o fiesta de la luz proviene de la tradición, instituida por el papa Sergio I, de hacer una procesión con cirios. Como proclama el anciano Simeón, Jesús es el Salvador, «presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones»[5] Al conmemorar la venida y manifestación de la luz divina al mundo, la Iglesia bendice todos los años los cirios, símbolo de la perenne presencia de Jesús, y de la luz de la fe que los fieles reciben por el sacramento del Bautismo. La procesión con los cirios encendidos se convierte así en una expresión de la vida cristiana: un camino iluminado por la luz de Cristo.

La conmemoración anual de la Presentación del Señor en el Templo es también una celebración mariana y por eso en determinadas épocas ha sido conocida como fiesta de la “Purificación de María”. Aunque preservada por Dios del pecado original, María, como madre hebrea quiere someterse a la «Ley del Señor» y por ello ofrece «un par de tórtolas o dos pichones»[6] La oblación de María se convierte así en un signo de su obediencia pronta a los mandatos de Dios. «¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?»[7]

La Anunciación del Señor

El Hijo eterno del Padre entra en la historia; se hace hombre en la carne de María, una muchacha humilde del pueblo de Israel

El 25 de marzo, la Iglesia celebra el anuncio del cumplimiento de las promesas de salvación. De labios del ángel, María conoce que ha hallado gracia delante de Dios. Por obra del Espíritu Santo, concebirá un hijo que será llamado Hijo de Dios. Salvará a su pueblo y se elevará sobre el trono de David; y su reino no tendrá fin[8]. Es la fiesta de la Encarnación: el Hijo eterno del Padre entra en la historia; se hace hombre en la carne de María, una muchacha humilde del pueblo de Israel. Desde entonces, «la historia no es una simple sucesión de siglos, años, días, sino que es el tiempo de una presencia que le da pleno significado y la abre a una sólida esperanza»[9].

Es probable que ya en el siglo IV se celebrara esta fiesta en Palestina, pues en aquellas fechas se levantó una basílica en Nazareth, en el lugar donde la tradición emplazaba la casa de María. Esta impronta mariana se advierte en el nombre que la conmemoración también ha recibido: “Anunciación de la Virgen María”. Muy pronto, durante el siglo V, la fiesta se difundirá por el Oriente cristiano, para después transmitirse al Occidente. En la segunda mitad del siglo VII ya hay testimonios de su celebración el 25 de marzo en la Iglesia romana bajo la advocación de Annuntiatio Domini.

La datación de la fiesta parte de una antigua tradición que emplazaba la creación del mundo en el día preciso del equinoccio de primavera (que al inicio de la era cristiana correspondía al 25 de marzo del calendario juliano). De acuerdo con la idea de que la perfección implica el cumplimiento de ciclos completos, los primeros cristianos consideraron que la encarnación de Cristo (comienzo de la nueva creación), su muerte en la cruz, y su venida definitiva al final de los tiempos, se debían situar en esa misma fecha, que de este modo aparece cargada de sentido. Además, el lugar preciso de la Navidad en el calendario –nueve meses después de la Anunciación–, parece tener su origen en esta primitiva datación.

Los textos de la Misa y de la Liturgia de las Horas de esta solemnidad se centran en la contemplación del Verbo hecho carne. El salmo 39 [40], evocado en la antífona de entrada, en el salmo responsorial y en la segunda lectura, es el hilo conductor de toda la celebración: «aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad»[10] Jesús se encarna en obediencia al querer de su Padre; y, como Jesús, así su Madre. María se turba, pero no pone objeciones: no duda de la palabra del ángel. Movida por la fe, dice “sí” a la voluntad de Dios. «María se muestra santamente transformada, en su corazón purísimo, ante la humildad de Dios (...). La humildad de la Virgen es consecuencia de ese abismo insondable de gracia, que se opera con la Encarnación de la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima en las entrañas de su Madre siempre Inmaculada»[11]

La Santísima Trinidad

«Es una pena que los cristianos olvidemos que somos trono de la Trinidad Santísima. Os aconsejo que desarrolléis la costumbre de buscar a Dios en lo más hondo de vuestro corazón. Eso es la vida interior»

El primer domingo después de Pentecostés, la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad. En este día glorificamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, Dios uno, trino en personas: «al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna Divinidad, adoramos tres Personas distintas, de única naturaleza e iguales en dignidad»[12] «Me habéis oído decir muchas veces que Dios está en el centro de nuestra alma en gracia; y que, por lo tanto, todos tenemos un hilo directo con Dios Nuestro Señor. ¿Qué valen todas las comparaciones humanas, con esa realidad divina, maravillosa? Al otro lado del hilo está, aguardándonos, no sólo el Gran Desconocido, sino la Trinidad entera: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (…). Es una pena que los cristianos olvidemos que somos trono de la Trinidad Santísima. Os aconsejo que desarrolléis la costumbre de buscar a Dios en lo más hondo de vuestro corazón. Eso es la vida interior»[13]

Aunque esta fiesta fue introducida en el Calendario romano a mediados del siglo XIV, sus orígenes se remontan al periodo patrístico. Ya san León Magno acostumbraba a desarrollar la doctrina sobre el misterio trinitario durante el periodo de Pentecostés. Algunas de sus expresiones aparecerán recogidas más tarde en el prefacio de la Misa del domingo de la octava de Pentecostés. Sucesivamente, se compondrá en el reino franco una Misa de la Santísima Trinidad que conocerá una muy temprana difusión por todo el Occidente, quizás como un medio para enseñar asiduamente al pueblo cristiano la verdadera fe en Dios

No obstante, la Iglesia romana no fijó una fiesta especial en el calendario para la Santísima Trinidad, porque las invocaciones al Dios uno y trino y las doxologías le dan ya un lugar central en la liturgia. Esta situación no impidió que algunas diócesis o comunidades monásticas celebraran anualmente una fiesta litúrgica trinitaria, aunque la fecha no fuera uniforme. Sería el Papa Juan XXII quien, en 1334, introdujera finalmente en el Calendario romano la fiesta de la Santísima Trinidad, en el domingo posterior a Pentecostés. Por otra parte, aunque las Iglesias del Oriente cristiano no hayan establecido una fiesta específica, dedican la mayor parte de los cantos del domingo de Pentecostés a contemplar el misterio trinitario.

El Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

«¡Oh sagrado banquete en el que se recibe a Cristo! Se renueva la memoria de su Pasión, el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura»

La solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo (el “Corpus Christi”) nace en el Medioevo, fruto de la piedad eucarística y de la reafirmación del dogma tras variadas controversias teológicas. La fiesta se celebró por primera vez en Lieja el año 1247, a petición de santa Juliana de Mont-Cornillon, religiosa que dedicó gran parte de su vida a promover la devoción al santo Sacramento del altar. En 1264, el Papa Urbano IV, impresionado por el milagro eucarístico de Bolsena -testimoniado en piedra por el monumental duomo de Orvieto, que es como un gran relicario- instituyó con carácter universal la solemnidad en honor del Santísimo Sacramento para el jueves posterior a la octava de Pentecostés. La bula de institución de la fiesta contenía en apéndice los textos de la Misa y del Oficio del día, redactados según la tradición por santo Tomás de Aquino. La antífona O sacrum convivium de las segundas vísperas de la fiesta, sintetiza de modo admirable la fe de la Iglesia, el mysterium fidei: «¡Oh sagrado banquete en el que se recibe a Cristo! Se renueva la memoria de su Pasión, el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura»[14]. «Cada uno de nosotros -decía el Papa en esta solemnidad- puede preguntarse: ¿y yo? ¿Dónde quiero comer? ¿En qué mesa quiero alimentarme? ¿En la mesa del Señor? ¿O sueño con comer manjares gustosos, pero en la esclavitud? Además, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿cuál es mi memoria? ¿La del Señor que me salva, o la del ajo y las cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memoria sacio mi alma?»[15].

Como esta fiesta gira en torno a la adoración del Santísimo Sacramento y a la fe en la presencia real de Cristo bajo las especies eucarísticas, resulta lógico que ya en el siglo XIV surgiera la costumbre de acompañar al Señor sacramentado por las calles de las ciudades. Anteriormente, el Santísimo había presidido la procesión de las palmas del domingo de ramos, o había sido trasladado solemnemente en la mañana de Pascua desde el “monumento” o “sepulcro” al tabernáculo principal del templo. La procesión del Corpus como tal será definitivamente acogida en Roma en el siglo XV. Gracias a Dios, en los últimos años estamos asistiendo a un reflorecimiento de esta devoción, también en lugares en los que había desaparecido durante siglos. Hacemos nuestros los sentimientos de san Josemaría en la fiesta del Corpus Christi de 1971: «mientras celebraba la Misa esta mañana, le he dicho a Nuestro Señor con el pensamiento: yo te acompaño en todas las procesiones del mundo, en todos los Sagrarios donde te honran, y en todos los lugares donde estés y no te honren»[16].

José Luis Gutiérrez


[1] San Agustín, Sermón 223 D (PL Supplementum 2, 717-718).

[2] Benedicto XVI, Homilía, 31-V-2009.

[3] Lc 2, 22.

[4] Sal 23 (24), 7.

[5] Lc 2, 32.

[6] Lc 2, 24.

[7] San Josemaría, Santo Rosario, cuarto misterio gozoso.

[8] Cfr. Lc 1, 26-33.

[9] Benedicto XVI, Audiencia, 12-XII-2012.

[10] Cfr. Sal 39 (40), 8-9.

[11] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 96.

[12] Misal Romano, Prefacio de la Misa de la solemnidad de la Santísima Trinidad.

[13] San Josemaría, Apuntes de la predicación, 8-XII-1972 (citado en E. Burkhart - J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, Rialp, Madrid 2010, vol. I, pp. 311-312).

[14] Antífona ad Magnificat, Vísperas II de la Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre del Señor.

[15] Papa Francisco, Homilía, 19-VI-2014 (cfr. Nm 11, 4-6).

[16] J. Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Madrid: Rialp, 2000, 240.